Qué tendría de bueno que fracase la huelga de hoy
Translation to English in the following days…
No tengo la capacidad sintética ni didáctica para intentar resumir mi interpretación de la dialéctica histórica y de la social-democracia en el contexto presente. Valga decir que sigue líneas parecidas a las que explicaba tan bien Francisco Fernández Ordóñez en su librito sobre la social-democracia allá por finales de los setenta, o las que apunta César Roa en su ensayo sobre la República de Weimar (manual para destruir una democracia), de este mismo año.
Tampoco tengo la constancia necesaria para intentar desarrollar un ensayo breve y fácil de leer, del tipo de los dos señalados. Así que empezaré por el final: me salto las premisas y voy a las conclusiones que puedo aplicar, de mi comprensión socio-política, a los últimos acontecimientos hasta el día de hoy.
Si la crisis que explotó en agosto de 2007 hubiera, como soñaron las izquierdas, asesinado las teorías neoliberales y salvaje-capitalistas (las conocidas como neocon), habríamos sido testigos de una fuerte resurrección de las políticas social-demócratas en los estados del primer mundo.
Se habría incrementado fuertemente el nivel de regulación de los mercados, de un modo coordinado, para poder aplicar el nuevo marco a nuestro actual mercadillo único (qué si no iba a tener una aldea global) que llamamos mundo. Se habrían restringido las operaciones más especulativas y recortado el poder de los agentes financieros privados, como las agencias de rating, por ejemplo.
Además, se habría asumido que el crecimiento económico tiene que ser moderado y jamás exponencial para ser sostenible y evitar futuras crisis. Y por último, la aplicación de las políticas fiscales keynesianas que vivimos en 2008 habría resistido la presión de los mercados y habría ido modificando su foco, del salvamento de las entidades financieras con riesgo sistémico, hacia la recuperación paulatina de la actividad económica real con bastante presencia del sector público, con lo que Occidente habría experimentado un nuevo empuje hacia los estados del bienestar.
Sólo porque lo usaré después, resalto algo de lo expresado antes: en el primer mundo, en Occidente.
De todos modos, nada de esto ha ocurrido, aunque era discurso habitual hace dos años.
¿Qué ha pasado? ¿Dónde ha fallado el modelo?
Muy fácil, el primer punto era utópico, porque exige la premisa de una capacidad de reacción inmediata, que aproveche el momentum social del estallido de la crisis y lo rentabilice políticamente, de un modo global, coordinado, superando las diferencias culturales y, por tanto, interpretativas de la situación socio-económica.
Seamos honestos, a la aldea global le queda mucho por andar, y mientras en los acelerados y ambiciosos nuevos motores de la economía mundial (BRIC, tigres asiáticos) los movimientos obreros son apenas incipientes, en la vieja Europa seguimos alimentando por sonda caducos modelos decimonónicos de representación de los trabajadores (y las trabajadoras). Sobre el clientelismo sindical habría mucho que hablar; pero hoy no me apetece.
Esto, y el entendimiento de que aún hay una gran brecha que salvar en cuanto a nivel de vida (mientras en el primer mundo cada vez miramos más a la calidad de vida), hace imposible la sincronía de las nuevas potencias con las viejas. Sin hablar del individualismo propio de las culturas anglosajonas, que durante el siglo XX han ido comiendo cada vez más terreno a las viejas culturas europeo-continentales, más colectivistas y, en lo político, declaradamente orientadas al bien común y a defender un concepto de libertad responsable y solidaria en buena medida tributario del catolicismo.
Tampoco los estados europeos fuimos capaces de hablar con una sola voz, puesto que tenemos una clase política cortoplacista, miope, que siempre pone por delante los intereses locales de cara a las próximas encuestas de opinión de su electorado.
Conclusión: ni una dirección única en Europa, ni menos común entre Europa y Estados Unidos, ni mucho menos del conjunto de potencias político-económicas del mundo, por supuesto. Ninguna voz capaz de tirar del carro en la dirección que proponían los teóricos.
Con esa rémora pesando en la coordinación regulatoria internacional, tan necesaria en el mercadillo único, han ido pasando los meses y los años mientras se iban alcanzando acuerdos desinflados. Donde se propuso 100 se ha acordado 5, y bajando. Y entra de nuevo en juego la clase política, las de todo el mundo, de hecho, puesto que todas están necesitadas del apoyo financiero de aquellos que en buena medida son los culpables primeros de esta última crisis, y que no dejan de constituir un gigantesco lobby, un poder en la sombra.
Y lo más triste es que ese lobby, como en conjunto todos aquellos colectivos que agrupamos bajo el apelativo de neocons, tampoco van a salir ganando por mantener (o empeorar) la situación anterior. No en el largo plazo (según mi interpretación), aunque puedan defender su riqueza en el corto. Son tan miopes y cortoplacistas como nuestros políticos (y nuestras políticas). Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión (aunque algo apunto más abajo).
Las políticas de gasto se extienden y los inversores (sobre todo los especuladores) empiezan a sacar partido de ello. Las agencias de rating y otros agentes privados utilizan el poder que aún no se les ha arrebatado para retorcer el brazo a los estados, presionándoles para que vuelvan a la disciplina capitalista y, de paso, para que prefieran ponerse a bien con ellos y vayan olvidando todas las restricciones que habían planeado imponerles.
Llega la hora de olvidar la protección social y acordarse de recortar los gastos y liberalizar los mercados laborales. Sí, por supuesto, lo primero facilitará recuperar el equilibrio presupuestario. Y lo segundo permitirá ganar competitividad en el corto plazo, al aumentar la flexibilidad de las empresas, y corrige errores del pasado (o mera obsolescencia) en cuanto a derechos laborales; pero tampoco se está aplicando bien.
Donde se debería hablar de eliminar las bases máximas de cotización, se habla de prolongar la vida laboral obligatoriamente más allá de los 65 años. No es una cuestión de esperanza de vida. De nuevo, es una cuestión de salud y de calidad de vida, al menos en los países desarrollados.
Donde se debería hablar de cortar de raíz la dualidad del mercado laboral, se habla de inventar nuevas excepciones y diferencias entre los antiguos y los jóvenes – de un mercado dual pasaremos a otro aún más fraccionado. Nadie se atreve a proponer eliminar los derechos automáticos por antigüedad en una empresa y los desproporcionados costes de despido que esta concepción paternalista y objetivista implica. Nadie quiere volver a poner sobre la mesa aquel concepto del contrato único, que si se implantase bien debería implicar la eliminación de toda forma de contrato temporal que no sea el de interinidad.
Donde se debería hablar de equiparar derechos y, sobre todo, obligaciones, seguimos proponiendo nuevas subvenciones y nuevas exenciones que aumentan las diferencias, tergiversan el escenario global y perjudican al conjunto. El clientelismo no es exclusivo de los sindicatos, las patronales lo ejercen también.
Y mientras los viejos capitalistas piden nuevas exenciones de obligaciones y nuevos subsidios, a la vez que recortar derechos laborales, para así poder competir con sociedades menos contaminadas de derechos humanos, estas aún no están preparadas para dar alas a sus pueblos y sus movimientos sociales u obreros, porque no conciben renunciar a sus actuales diferenciales de crecimiento.
Lo siento, no funciona así. Si todas las economías del mundo pudieran crecer al 10% al mismo tiempo, seguramente tendríamos un crack del 29 al mes y agotaríamos el oxígeno y el agua potable del planeta en menos de un año.
No voy a defender que la economía global sea un juego de suma cero, no soy tan retrógrado y reconozco el valor del progreso y de la iniciativa privada de lucro. Pero insisto en su cortoplacismo. Y esto me lleva por fin a las conclusiones (que ya sé que me he pasado mucho de la extensión normal de un artículo de blog).
Que el salvaje-capitalismo esté recuperando terreno puede ser una buena noticia a largo plazo. Que se sigan dando pasos atrás en las conquistas obreras y social-demócratas en el viejo mundo también. Y no sólo porque sea higiénico, porque corrija obsolescencias, sino además porque posiblemente aún sea necesario seguir tensando la cuerda, hasta que la situación de los viejos y los nuevos motores económicos se vaya equiparando, la economía sufra un nuevo calentón de proporciones al menos tan grandes como las de hace tres años, y la brecha entre los gestores y los gestionados (en términos del XIX, los capitalistas y los obreros), en cuanto a bienestar y riqueza, sea lo suficientemente grande en la que entonces sí sea la aldea global como para generar una revolución económica mundial.
No me interpretéis mal. Como miembro de la clase media, me escuece como a cualquiera la progresiva desaparición de ese concepto. Como parte interesada, no me apetece sufrir las consecuencias de este desarrollo en carne propia. Y tampoco creo en una gran revolución al estilo marxista, con todo su derramamiento de sangre y la imposición de una dictadura del proletariado o algún otro concepto totalitarista-utópico del estilo.
Pero desde que existen los conceptos de social-democracia y de estado del bienestar, hemos podido aprender que las transiciones pueden ser no violentas y los interregnos bastante breves. Y sí defiendo que a veces nos tienen que presionar mucho para sacarnos de nuestra zona de confort y disponernos, como colectividad, a reconstruir la casa desde sus cimientos.
Creo que el capitalismo social-demócrata es el único modelo sostenible en el largo plazo. Y también creo, cada vez más, que hasta que las personas no estén dispuestas a superar y destruir el concepto localista de nación y mirar el mundo como un todo indisoluble, sin egoísmo, no serán posibles verdaderos avances hacia la sostenibilidad.
Aunque eso pasa por superar también los pequeños afanes de poder de nuestras clases políticas, que no dejan de ser humanas, y claro, eso sigue resultando una utopía.