Tanto tiempo sin escribir… para esto
Domingo, Julio 17th, 2011parte tercera
Así que ahí estaba yo, protestando y quejándome, intentando parecer enfadado y ofendido aunque internamente lo que primaba era más un remordimiento, me sentía avergonzado por la frivolidad de lo que estaba intentando argumentar… y entonces escuché un quejido. De otro tipo, quiero decir, como de algo antiguo protestando de forma inarticulada desde un sueño de siglos. La señora, perfectos su peinado, maquillaje, blusa y pantalones de vestir planchados, con esa imagen profesional como salida de una película de principios de los noventa, sin ocultar que se acercaba a los setenta pero aún en forma y energética, sentada en la litera inferior donde la había encontrado descansando – la señora intentó actuar como si nada hubiera pasado, como si no hubiera oído nada, pero yo sabía que sí lo había oído porque había observado un pánico fugaz en sus amables pero fríos ojos.
No sentí miedo, sino una total sorpresa. El sonido había venido de algún punto sobre la litera superior frente a mí, del lado derecho. Y entonces fue cuando me di cuenta de que ahí había una especie de ventana. Sin marco ni cristal. Nada más que una abertura cuadrada en la pared, tapada desde el otro lado por una cortina de algodón blanco. Lo que me hizo pensar en la disposición de la manzana de bungalós adosados, formando un perfecto y gran cuadrado. Luego aquella ventana no daba al exterior, sino quizás a algún tipo de patio interior. Pero con el sol en lo alto, no se percibía luz tras la cortina… ¿quizás una habitación “oculta” tras el adosado de la señora?
Ella se había dado cuenta de que yo miraba a la abertura. Ninguno de los dos dijo nada. Ella simplemente me miraba, inmóvil y sin traslucir emoción alguna. Y yo no pude resistirme a ir hacia la pared, apoyarme en las literas para auparme a la altura necesaria y echar la cortina a un lado.
Y allí estaba, un hombre, echado en una… ¿cama? Justo en mis narices. Aparentemente desnudo, aunque cubierto de hombros para abajo con una sábana blanca. Con aspecto de tener mil años, aunque probablemente tuviera noventa y tantos. Delgado y de frágiles y dolientes huesos. Es probable que aquella fuera la razón de su lamento. Esa, o quizás mis amargas quejas le habían despertado de su sueño, donde puede que estuviera en otro tiempo de su vida, en otro lugar, en una vida mejor.
El espacio tras la “ventana” no estaba totalmente a oscuras; pero si en penumbra. Parecía que la luz del día se colaba a través del tejado. Podía sentir el aire de aquel espacio, que me daba sensación de ser enorme, un aire fresco pero oliendo a vejez. Oliendo a aquel hombre, y como a otras cien personas como él. Vivos, esperando la muerte.
Supongo que la manzana de adosados era mayor de lo que aparentaba desde fuera. Supongo que lo que podría haber sido un patio interior había sido cubierto simplemente con una estructura de madera y tejas de barro. Mis ojos se estaban acostumbrando a la penumbra. La mujer (la dueña, la gerente) estaba en pie a mi lado. Estaba allí sin más.
Las paredes debieron de estar pintadas de blanco alguna vez… como mil años atrás. Se podían ver los ladrillos en muchos puntos, el yeso estaba quebrado y desaparecido en demasiados sitios. Tampoco es que se viera demasiada pared, empero, puesto que de estas colgaban literas construidas igualmente de ladrillo todo alrededor, en tres alturas, y ocupadas por ancianos cubiertos con sábanas blancas. Había más camas en el espacio interior de la habitación, como esas que uno se imagina en los hospitales del siglo XIX, y también algunas mesas y armaritos. Algunas mujeres de mediana edad se movían con calma por la sala, atendiendo a los “residentes”. Dándoles agua, o comida, o medicinas, o ayudándoles a moverse para que estuvieran más cómodos…
Sí, es lo que estás pensando, dijo la señora. Hay otra empresa dentro de mi empresa. Cuidamos de personas mayores que no tienen nadie más a quien acudir. Así que por un lado está el “internado”, donde vuestras empresas o acaudalados padres os pagan, a vosotros los jóvenes, una experiencia educativa de lujo, y por el otro tenemos esta humilde “residencia” donde personas sin medios pueden esperar la muerte, recibiendo los mejores cuidados que podemos proporcionarles sin contar con medios reales. Todo se equilibra de algún modo.
Ahora mi cabeza estaba dándole vueltas a muchas de mis concepciones previas. Lo que estaba viendo, sin duda, no encajaba con mi definición de una vida digna, de un cuidado geriátrico adecuado. Y al tiempo aquellos eran tantos. Gente sin medios. Sabía que la señora no mentía. Parte de las fabulosas cantidades que otros pagaban para que nosotros viviéramos aquella “experiencia educativa” se desviaba a aquella habitación, para aquellas “personas mayores” que si no malvivirían en algún pequeño apartamento en cualquier ciudad, o incluso en las calles de esas mismas ciudades, con su dolor y su suciedad, solas o quizás con alguna mínima ayuda del Estado…
Me acabada de atravesar cierta nausea, cierto impulso de denuncia por las condiciones de vida de aquellos - tantos, quizás cien - “durmientes”. Pero ahora sentía sobre mí algunas de aquellas miradas desamparadas. Y podía sentir también mucha gente arguyendo a mi alrededor (debatiendo, no discutiendo), la señora, Rocío, y muchos otros de aquel elitista grupo, y de nuestros camareros y personal. Y también del mundo exterior. Como si estuvieran en aquella misma habitación. Opinando.